Si no es por mi mamá, yo ni me acuerdo de que poseo dos joyas importantes: un anillo de mi graduación de la prepa, y otro de la universidad. Oro y plata. De hace 23 años y hace 19 (¡Ay, señora, ya no lleve la cuenta!). Mi mamá los tenía en su casa, a veces guardados, otras tantas -me cuenta- los usaba en su meñique. Un día hablamos de eso y me emocioné: ¡Préstamelos!, le dije, con toda intención de usarlos.

El del ITESO Universidad Jesuita de Guadalajara dice LCC, obviamente. Y algo que recordaba todavía menos que los anillos es que el de la prepa dice Administración. ¡Es verdad! Para mis tres años de preparatoria elegí el área de administración, por encima de ingenierías y comunicación. De niña quise ser monja (como mi tía Celina), veterinaria (por mi amor a los animales), diseñadora (como mi prima Ceci), y ya en tiempos de preparatoria, administradora (como mi prima Gaby). Por eso no lo pensé mucho y me fui al área de la maestra Consuelo. Ma-es-tra-za. Su pasión por los números, su astucia en la contabilidad y su destreza mental me enamoraron. No me iba mal, pero jamás detecté en mí misma esa pasión.

De lejos, admiraba a los alumnos del maestro Jaime: andaban de aquí para allá escribiendo reportajes, ensayos; haciendo proyectos de radio. Yo estaba completamente perdida, lidiaba con la enfermedad de ser una puberta de 16 años que no tiene idea alguna de quién es. Pero estaba convencida de que no me había equivocado: por más que me llamaran la atención aquellas actividades, la comunicación no podía ser para una chiquilla tímida e introspectiva como yo. Mi admiración por la maestra Consuelo se mantenía, pero no: nunca logré contagiarme de su pasión por los números.

Cuando mi mamá me entregó mis anillos, me sentí decepcionada. Ambos podrían -y deberían- haber tenido a la Comunicación como protagonista. ¡Cómo es que elegí Administración! Pero los anillos no se equivocan. Si ni la maestra Consuelo consiguió despertar a la fiera administrativa que no habita en mí, nadie lo iba a conseguir. Menos mal que me incliné por esa área durante mis tres años de prepa, porque ahí, a muy buen tiempo, descubrí que aquello no era mi vocación. Siempre insisto: la vocación no se elige, se asume porque es más fuerte que una misma. Y aunque sacrifiqué la mía durante los tres años de preparatoria, he podido vivirla desde que entré a mi primer salón de clases en el Iteso.

Aunque, en realidad, la vocación nos elige mucho antes, porque ni monja, ni veterinaria ni diseñadora: mi alma de comunicóloga me hizo dirigir mi primera entrevista a los 5 años, cuando nos grabé a mi hermana Marlene y a mí en un casete virgen que yo pedí que me compraran, y lo metí a aquella grabadora que me trajeron los Reyes Magos. Le hice una serie de preguntas en donde nos enteramos de que la niña estaba orgullosa porque tenía 3 años y ya sabía andar en bici; y el programa fue patrocinado por La Pulsera Balance, a quien le hice un breve infomercial. Y esa misma comunicóloga escribió su primer cuento a los 6 años, uno en donde la protagonista Marcela se moría. Y mi primera cámara fotográfica la tuve a los 8 años, una Polaroid roja, usada, que me compraron en un mercadito de California y que era mi gran amiga.

Siempre he sido una comunicóloga… y ni tan tímida ni tan introvertida. Feliz día, colegas. Que la vocación nos siga moviendo en este multifacético y gratificante camino.

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